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El dedo acusador

    El dedo acusador

    Hoy quiero que hablemos de algo profundamente incómodo, algo que observamos con demasiada frecuencia, pero que evitamos discutir con la seriedad que merece, la violencia en nuestros niños y nuestra casi automática tendencia a señalar con el dedo.
    Imaginen esa escena, lamentablemente cotidiana, un titular sobre una pelea escolar, un caso de acoso. Estas situaciones nos golpean, y nuestra primera reacción es casi siempre la misma, «es culpa de la escuela», «¿qué hacen las maestras?».
    Debemos entender, que esta reacción inmediata de culpar a la institución educativa, es en el fondo, un reflejo defensivo muy humano. Cuando un niño exhibe violencia, nos genera una profunda incomodidad, a menudo acompañada de vergüenza o culpa. Al señalar a la escuela, creamos una distancia psicológica del problema, protegiendo nuestra propia imagen como «buenos padres». Este mecanismo, aunque comprensible, es lamentablemente destructivo. Impide la introspección necesaria y socava fundamentalmente la posibilidad de una colaboración constructiva. Creamos una relación de adversidad, donde las escuelas se sienten atacadas y los padres a la defensiva, fracturando el sistema de apoyo justo, cuando el niño más necesita que el hogar y la escuela trabajen en sintonía.
    Observo una mentalidad creciente de «externalización». Nuestra sociedad, busca respuestas simples a problemas complejos, y las escuelas se convierten en el blanco fácil. Quizás por las presiones de la vida moderna, vemos a las escuelas no como socios, sino como instituciones a las que delegamos todas las facetas de la crianza, incluyendo el desarrollo moral y la gestión del comportamiento. Esto establece expectativas poco realistas, e impone una carga inmanejable sobre instituciones, que frecuentemente, carecen de los recursos para abordar problemas de comportamiento graves, que no se originaron allí.
    Pero aquí reside la verdad incómoda, el hogar es la primera y más influyente escuela del niño. Es allí donde se aprenden los valores fundamentales, la empatía y la disciplina. El hogar funciona como una «cámara de eco». Los niños imitan los comportamientos que observan. Si en casa hay negligencia, disciplina inconsistente o agresión, el niño llevará esos ecos a la escuela.
    Voy a poner un ejemplo: pensemos en la madre, que al enterarse de que su hijo agredió a otro, irrumpe en la escuela exigiendo sanciones contra el otro niño, negándose a considerar la responsabilidad de su propio hijo. Ese niño, aprende que la forma de enfrentar los problemas es desviando la culpa. Esto crea un ciclo de «irresponsabilidad aprendida». O pensemos en los padres que están «demasiado ocupados» para atender los llamados de las maestras, agravando los problemas por falta de límites consistentes en casa.
    Esta ausencia de responsabilidad parental, tiene un impacto profundo y a largo plazo, obstaculizando el desarrollo de habilidades vitales como la empatía o la resiliencia. Además, esto crea un «efecto dominó», que trasciende la unidad familiar. Cuando se considera a gran escala, la violencia no abordada se convierte en un costo social significativo y un problema de salud pública.
    Entonces, ¿qué podemos hacer? La solución no es culpar, sino empoderar. Empoderar a los padres a través de la educación y el apoyo. Se trata de fomentar una asociación proactiva con las escuelas, pasando de ser parte del problema, a ser una parte vital de la solución.
    En resumen, las escuelas son nuestras socias en la educación, no las únicas custodias del comportamiento de nuestros hijos. La violencia en nuestros niños, es un síntoma no solo de lo que ocurre en las aulas, sino de lo que se gesta en casa. La responsabilidad es compartida, sí, pero la elección de por dónde debe empezar el cambio, es personal.