La era de Internet ha potenciado, amplificado y aumentado, principalmente en términos cuantitativos, muchas de las experiencias humanas. Entre ellas se encuentra el conocimiento del entorno en el que vivimos, con una exposición a información proveniente de medios, personas, fuentes, verdades y mentiras más amplia que nunca en la historia. Si a esto le sumamos la soledad y la falta de acompañamiento constante por parte de los adultos en la vida de los jóvenes, quienes aún necesitan la seguridad y el apego, junto con el contexto actual de pandemias, guerras y discursos llenos de odio, el resultado es una generación que ha perdido muchos aspectos de la infancia ganados en otras épocas.
Esta situación puede conducir a una generación que abrace la esperanza y la responsabilidad, mejorándonos como sociedad, pero también puede provocar una generación desilusionada y deprimida, con altos niveles de ansiedad, depresión y suicidio, como se ha visto en otros artículos. Sin embargo, ¿en qué depende esto?
El adecuado manejo del proceso de ilusión y desilusión es esencial. Para lograrlo, no debemos impedir la ilusión, sino fomentarla y enseñar a manejar la desilusión que surge de la frustración de no obtener lo que se desea.
La capacidad de tolerar la frustración es uno de los indicadores más importantes para la madurez, la resiliencia y la felicidad en la vida adulta. Es un proceso en el que educar sobre la frustración puede ser perjudicial si no se basa en una primera etapa de fomento y acompañamiento a la ilusión.
La famosa frase «No te hagas ilusiones» fue el origen de un problema fundamental. En otras palabras, aprender a superar la desilusión es mucho mejor que evitarla. Sembrar, cuidar, amar y arriesgarse, con la conciencia de que las cosas pueden salir mal pero también bien, es preferible a no intentarlo nunca.
La desilusión, es habitualmente un potencial evolutivo y terapéutico, siendo uno de los caminos hacia la independencia, la identidad y, en última instancia, la madurez. La desilusión implica generalmente un cambio desde la seguridad ilusoria propia de la infancia hacia construcciones psicológicas más prácticas, realistas y satisfactorias. La experiencia de la desilusión se asemeja en gran medida a la pérdida y al duelo: decepción, tristeza, sufrimiento y a veces ira y depresión. Si no se resuelve la desilusión, pueden surgir diversas reacciones negativas y mecanismos de defensa, como la idealización, la amargura, el sufrimiento, el deseo de destrucción y la depresión. Para evitar esto, debemos también fomentar la capacidad de formar ilusiones, necesaria para tener una experiencia de vida gratificante.
La ilusión tiene su origen en la relación entre padres e hijos. Los buenos padres idealizan a sus hijos, los tratan como lo más importante, con un amor infinito, brindando un cuidado abnegado y sacrificado que asegura el bienestar físico y psicológico del bebé, así como la supervivencia de la especie humana, especialmente en la actual forma de familia nuclear. Con el tiempo, los padres irán cediendo gradualmente el control y permitirán que sus hijos experimenten la frustración, adaptándose a medida que los jóvenes adquieren una mayor capacidad para manejar el fracaso.
Debemos educar en la esperanza, dejando atrás visiones que consideran que tener demasiadas ilusiones y esperanzas puede llevar a la ingenuidad y a hacer que nos volvamos más vulnerables ante los peligros de la sociedad actual. Imaginar, proyectar, desear un futuro mejor e ilusionarnos con él. Enseñar a tomar impulso y perseguir cada sueño, conscientes de que a veces tendremos que ajustar y cambiar de rumbo, pero sin dejar de intentarlo, debe ser una tarea fundamental para los padres y maestros en una época en la que, a pesar de que los medios y las redes sociales a veces lo desmientan, la esperanza sigue siendo posible.